El Premio Nobel de Química 1994; José Mario Molina y Henríquez, es ejemplo claro de que sensibilidad política y conocimiento científico surgido de la observación atenta y comprometida con la naturaleza, ofrece a la humanidad bienestar y esperanzas de un mundo sustentable.

Egresado de la UNAM, Molina derribó también barreras de nacionalismos y, junto con Sherwood Rowland, en la Universidad de Cambridge estudió los efectos de los clorofluorocarbonos (CFC) que, mediante múltiples aplicaciones, generaron confort a las sociedades del mundo.

Ambos descubrieron que los “gases inertes”, o CFC, una vez liberados permanecían en la atmósfera baja sin reaccionar con otros componentes químicos, pero no de forma inocua, sino que al migrar a la estratosfera generaban un catastrófico problema ambiental: el agotamiento sustancial de la capa de ozono (O3), franja que absorbe mucho de los rayos UVB.

El fenómeno, advirtió Molina, impacta la diversidad biológica, la vida y la salud humana y a distintos materiales, porque un átomo de cloro puede destruir 100,000 moléculas de ozono.

En 1982, científicos ingleses confirmaron que la capa de ozono en el Polo Sur se había adelgazado un 20% y, un año después, un 30%. Estas evidencias de un problema global derrumbaron los obstáculos interpuestos por más de una década por fuertes intereses económicos para ocultar los hallazgos de Molina y Sherwood.

Molina Pasquel persistió en el objetivo de sensibilizar a los tomadores de decisiones sobre la importancia de frenar la liberación de los CFC, y de su perseverancia y la de Sherwood surgió el Protocolo de Montreal que prohíbe, desde 1989, la producción de destructores de la capa de O3.  México es uno de los países que presenta mayor cumplimiento en sus compromisos de reducción.