A principios de agosto de 1883, en plena temporada de lluvias y calor, el buque de vapor San Juan arribó al puerto de Mazatlán proveniente de Panamá con 33 personas infectadas de fiebre amarilla a bordo. A su llegada, el barco no fue puesto en cuarentena ni se tomó ninguna previsión sanitaria, por lo que en poco tiempo la enfermedad se había expandido hacia el interior del territorio. Siguiendo el flujo de los movimientos de población, la epidemia se extendió hacia el norte y el sur de Mazatlán, llegando en septiembre a Hermosillo, Guaymas e incluso La Paz, Baja California; tiempo después al puerto de San Blas, en Nayarit, y a algunos puntos de Jalisco y Colima.
La epidemia no afectó de la misma forma a todos los habitantes de Mazatlán, sino que tuvo un impacto diferencial que siguió las directrices de la profunda desigualdad social imperante. Los más afectados fueron aquellos previamente debilitados por la desnutrición y los trabajos extenuantes, los que no podían procurarse cuidados y los que no tenían la oportunidad de huir a zonas más benignas. Así, un observador de la época afirmaba que “En la cuarentena, guárdaseles consideración a las personas que salen al interior de la República, si son acomodadas; mientras que los pobres son tratados como chinos.”
Aunque hacía ya dos años que Carlos Finlay había publicado su descubrimiento del agente causante de la fiebre amarilla, las autoridades mexicanas no estaban al tanto de esto y su respuesta a la epidemia, además de ser tardía, consistió en seguir los códigos y reglamentos sanitarios existentes, creados décadas atrás, a mediados del siglo XIX. Estos reglamentos se limitaban a recomendar medidas de saneamiento ambiental como secar pantanos y charcos, situar los desechos y cadáveres fuera de la ciudad, mantener ventilados los espacios cerrados y aislar por un tiempo las mercancías y objetos que hubieran podido estar expuestos al “veneno” de la fiebre. La eficacia de estas medidas fue pobre y como consecuencia murió el 16% de la población estimada en Mazatlán, con una cifra de alrededor de 2 mil 541 muertos.
Entre todos estos muertos, una pérdida notable fue la de Ángela Peralta, famosa diva de la ópera mexicana que se encontraba de gira con su compañía y había llegado a Mazatlán a mediados de agosto. Bastaron pocos días para que la enfermedad hiciera estragos en su equipo, y fue así que junto con ella murieron al menos ocho personas más de su compañía.
Ángela Peralta. Retrato fotográfico. México, Andrés Martínez y Cía Fotógrafos, México, C. de las Escalerillas núm. 14, 1870.
Por Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM).