Redacción ACI Prensa
El Papa Francisco se reunió este 23 de diciembre con los cardenales y superiores de la Curia Romana para el tradicional encuentro previo a la Navidad.
“La Curia, no olvidemos, no es sólo un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, no, sino que es el primer órgano llamado a dar testimonio, y por eso mismo adquiere más autoridad y eficacia cuando asume personalmente los retos de la conversión sinodal a la que también está llamada. La organización que debemos implementar no es de tipo corporativa, sino evangélica”, pidió el Santo Padre.
A continuación, el discurso pronunciado por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Como cada año, tenemos oportunidad de encontrarnos a pocos días de la fiesta de Navidad. Es un modo para manifestar nuestra fraternidad “en voz alta” por medio de las felicitaciones navideñas, pero es también para cada uno de nosotros un momento de reflexión y de revisión, para que la luz del Verbo, que se hace carne, nos haga ver cada vez mejor quiénes somos y cuál es nuestra misión.
Todos los sabemos, el misterio de la Navidad es el misterio de Dios que viene al mundo por el camino de la humildad; se hizo carne, y este tiempo parece haber olvidado la humildad, o haberla relegado a una forma de moralismo, vaciándola de la fuerza desbordante que posee.
Pero si tuviéramos que expresar todo el misterio de la Navidad en una palabra, pienso que la palabra humildad es la que más podría ayudarnos. Los Evangelios nos hablan de un entorno pobre, sobrio, inapropiado para acoger a una mujer que está por dar a luz. Sin embargo, el Rey de reyes no viene al mundo llamando la atención, sino suscitando una misteriosa atracción en los corazones de quienes sienten la presencia desbordante de una novedad que está por cambiar la historia. Por eso, me gusta pensar y decir que la humildad ha sido su puerta de entrada y nos invita a todos nosotros a atravesarla.
Me viene a la mente aquello de los ejercicios, no se puede ir hacia adelante sin humildad, no se puede ir hacia adelante en la humildad sin humillación y San Ignacio nos sugiere pedir la humillación.
No es fácil entender qué es la humildad. Esta es el resultado de un cambio que el mismo Espíritu obra en nosotros por medio de la historia que vivimos, como le ocurre por ejemplo a Naamán el sirio (cf. 2 Re 5). En la época del profeta Eliseo, este personaje gozaba de gran fama. Era un valiente general del ejército arameo, que había demostrado en varias ocasiones su valor y su audacia. Pero junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores, la gloria, este hombre estaba obligado a convivir con un drama terrible: era leproso. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la encontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir grandes fragilidades.
Naamán comprende una verdad fundamental: uno no puede pasar la vida escondiéndose detrás de una armadura, de un rol, de un reconocimiento social, al final aburre. Llega un momento, en la existencia de cada uno, en el que se siente el deseo de no vivir más detrás del revestimiento de la gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin más necesidad de armaduras y de máscaras. Este deseo impulsa al valiente general Naamán a ponerse en camino para buscar a alguien que pueda ayudarlo, y lo hace a partir del consejo de una esclava, una muchacha hebrea, prisionera de guerra, que habla de un Dios capaz de curar semejantes contradicciones.
Tomando consigo plata y oro, Naamán se puso en camino y llegó ante el profeta Eliseo. Este le pidió a Naamán, como única condición para su curación, el sencillo gesto de desvestirse y bañarse siete veces en el río Jordán. Nada de fama, honor, oro ni plata. La gracia que salva es gratuita, no se reduce al precio de las cosas de este mundo.
Naamán se resistió a ese pedido; le pareció demasiado banal, demasiado sencillo, demasiado accesible. Pareciera que la fuerza de la sencillez no tenía espacio en su mente. Pero las palabras de sus servidores lo hicieron recapacitar: «Si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuánto más si te ha dicho: “Báñate y sanarás”» (2 Re 5,13). Naamán se rindió y con un gesto de humildad “descendió”, se quitó su armadura, se sumergió en las aguas del Jordán, «enseguida la carne de su cuerpo se renovó y quedó limpia como la carne de un niño pequeño» (2 Re 5,14) fue curado. Es una gran lección. La humildad de dejar al descubierto la propia humanidad, según la palabra del Señor, llevó a Naamán a obtener la curación.