Cada 18 de enero la Iglesia Católica celebra a Santa Margarita de Hungría, religiosa dominica a quien Pío XII llamó “mediadora de la tranquilidad y la paz”.

Margarita fue princesa de Hungría, hija del rey Bela IV y de María Láscaris -quien, por su parte, era hija del emperador de Constantinopla y ostentaba el título de princesa de Nicea-.

Una nación envuelta en el dolor

La princesa Margarita nació el 27 de enero de 1242. Solo un año antes, su nación había caído en manos de los ejércitos mongoles, lo que había traído tristeza, hambre y destrucción. En esas trágicas circunstancias, Bela y María, pidiendo por la liberación de Hungría, prometieron a Dios que si les concedía una niña, esta sería consagrada a su servicio como monja.

Poco después, se produjo la inesperada retirada de los mongoles de las tierras invadidas, tras la muerte del gran kan mongol Ogodei. Los bárbaros se replegaron hasta sus tierras de origen hasta que un nuevo líder fuera elegido.

La vocación es un don de lo alto

Cada vez más enamorada de su vocación y de la misión que tenía con su patria, la joven princesa se dedicó con fervor heroico a recorrer el camino de la perfección. La ascesis conventual -silencio, soledad, oración y penitencia- se fue armonizando de a pocos con su celo por la paz, su valentía natural para denunciar la injusticia y el afecto hacia sus compañeras, a las que sirvió en las labores más humildes. El claustro se había convertido en el lugar perfecto para que Margarita viva y se desviva por la tierra de sus padres. Jesús y la Virgen habrían de escuchar siempre su oración.

Cristo nos da la libertad

Margarita asumió como propia la decisión que sus padres tomaron en su nombre antes de que naciera. Llegó a serle claro, sin resquicio de duda, que si estaba en un monasterio era por amor al Señor y no para agradar a los hombres. Su permanencia allí, había dejado de ser voluntad humana y se evidenciaba como deseo divino; no era monja por la corona, lo era porque había descubierto su camino para ser feliz y agradar a Dios, su creador.

En algunas oportunidades sus padres le enviaron fastuosos regalos, los que nunca quiso para sí. Apenas podía, se deshacía de ellos donándolos para beneficio de los pobres que estaban bajo el cuidado de su monasterio. Y cuando el rey y la reina quisieron dar marcha atrás y cambiar por completo la dirección de la vida de su hija -negando la promesa hecha al Señor- y quisieron casarla; ella, con toda libertad, se negó. No cambiaría por nada lo que le llenaba el alma y le daba el mayor consuelo: rezar, contemplar a Jesús crucificado, amar cada día más la Eucaristía y gozar de los cuidados de la Virgen María.