Hallazgo de la Santa Cruz

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Hallazgo de la Santa Cruz ✝️ por Parroquia de Nuestra Señora de Montserrat

Cuenta el historiador Eusebio de Cesárea que el general Constantino, hijo de Santa Elena, era pagano pero respetaba a los cristianos. Y que teniendo que presentar una terrible batalla contra el perseguidor Majencio, jefe de Roma, el año 311, la noche anterior a la batalla tuvo un sueño en el cual vio una cruz luminosa en los aires y oyó una voz que le decía: «Con este signo vencerás», y que al empezar la batalla mandó colocar la cruz en varias banderas de los batallones y que exclamó: «Confío en Cristo en quien cree mi madre Elena». Y la victoria fue total, y Constantino llegó a ser Emperador y decretó la libertad para los cristianos, que por tres siglos venían siendo muy perseguidos por los gobernantes paganos.

Escritores sumamente antiguos como Rufino, Zozemeno, San Crisóstomo y San Ambrosio, cuentan que Santa Elena, la madre del emperador, pidió permiso a su hijo Constantino para ir a buscar en Jerusalén la cruz en la cual murió Jesús. Después de muchas y muy profundas excavaciones se encontraron tres cruces. Como no se podía distinguir cuál era la cruz que de Jesús, llevaron a una mujer agonizante. Al tocarla con la primera cruz, la enferma se agravó, al tocarla con la segunda, quedó igual de enferma de lo que estaba antes, pero al tocarla con la tercera cruz, la enferma recuperó instantáneamente la salud.
Fue así como Santa Elena, y el obispo de Jerusalén, Macario, y miles de devotos llevaron la cruz en piadosa procesión por las calles de Jerusalén. Y que por el camino se encontraron con una mujer viuda que llevaba a su hijo muerto a enterrar y que acercaron la Santa Cruz al muerto y éste resucitó.

Por muchos siglos se ha celebrado en Jerusalén y en muchísimos sitios del mundo entero, la fiesta del hallazgo de la Santa Cruz, el día 3 de Mayo.

Louis de Wohl, autor de la obra biográfica “ El árbol viviente, historia de la Emperatriz Santa Elena” narra de esta manera el hallazgo de la Santa Cruz:

“Se acercó a él una comisión formada por tres jóvenes sacerdotes; uno de ellos le dirigió la palabra y le dijo en voz baja algo a propósito de unas cartas que habían llegado de Antioquia; se le requería urgentemente en la ciudad.

– Mi sitio esta aquí –respondió el obispo Macario–. Vete, hijo mío.

Y siguió mirando el hoyo que se abría en la tierra.

No podía ser, por supuesto. Estaba fuera de duda. Pero la más leve, la más remota de las posibilidades…

Sin embargo, había un punto, solamente uno, que le hacia poner en juego la agudeza de su razonamiento: que el Emperador Adriano había mandado a construir un templo a Venus en aquella colina. Adriano… hacia doscientos años; no había sido amigo de los cristiano. La verdad es que los había odiado, tanto como un hombre con una mente tan curiosamente retorcida como la suya podía odiar. Adriano y sus perversos amigos… él podía ser precisamente el hombre a propósito para concebir una idea como aquélla: construir un templo a Venus en el Calvario. La diosa de la lujuria era una abominación para los cristianos… levantarle allí un templo significaba evitar de raíz que aquel lugar se convirtiera en su lugar de reunión para la odiada secta…

Aquello tenía sentido. Pero era la única cosa que lo tenía en todo aquel asunto, y si… Pero ¿qué le pasaba ahora a la Emperatriz? Estaba temblando violentamente…

Desde la profundidad del hoyo llegó un grito prolongado… y después otro… y otro…

– ¡Madera! ¡Madera! ¡Madera!

Elena cayó de rodillas; instintivamente, sus damas hicieron los mismo.

El obispo Macario miró dentro del hoyo; su respiración se agitó. Había tantos trabajadores en la excavación que no se podía ver nada.

En la multitud se había hecho el silencio; un silencio que flotaba en el aire como una cosa viva. No hacia viento.
Incluso los pájaros y los insectos parecían que se habían vuelto mudos.

Sólo se oían los golpes acompasados de un azadón.

El obispo Macario se hincó de rodillas, lanzando una breve y ronca exclamación. Un instante después todo el mundo estaba arrodillado.

Desde el fondo del hoyo fueron surgiendo tres cruces.

Asomaban poco a poco… oscilando conforme los trabajadores de tiraban de ellas.

Ya estaban arriba. Un puñado de hombres las seguían con sus azadones y sus palas… uno de ellos traía en la mano algo que parecía un pedazo de pergamino. Todavía salieron más hombres. Se quedaron allí parados, vacilantes, desconcertados, como si no se atreviesen a acercarse a la Emperatriz.

Elena intentó ponerse en pie, pero no pudo. Entre Macario y Simón la levantaron, tomándola cada uno por un brazo. Las rodillas se le doblaban cuando se adelantó, tambaleándose, hasta el pie de las tres cruces; se puso a sollozar y el cuerpo entero le temblaba.

A pesar de su enorme excitación, la mente de Macario trabajaba con admirable claridad. Vio el pergamino en las manos de aquel hombre y reconoció los restos de los caracteres hebreos, griegos y latinos… era el cartel que había mandado escribir Pilato. Así es que una de aquellas tres cruces tenía que ser la verdadera Cruz. ¿Pero cuál?

Antes de que pudiera terminar su pensamiento, Elena se abrazó a una de las cruces, como una madre se abraza con su hijo. Después, con un rápido movimiento, agarró al pequeño Simón por un hombro y tiró de él hacia ella. Con los ojos llenos de espanto, el muchacho vio cómo ella tomaba su brazo tullido y le hacía tocar la madera de la Cruz.

Simón lanzó un gemido. Una lengua de fuego pareció recorrerle el brazo de arriba abajo, como si le ardiera. Atónito, vio con estupefacción que el brazo le obedecía. Sobrecogido, comprobó que, por primera vez desde hace siete años, los dedos de su mano derecha se movían. Lo intentó otra vez, y otra vez se movieron. Trató después de balancear el brazo… primero hacia arriba… luego hacia los lados…

A la multitud le pareció que estaba haciendo el signo de la Cruz.

Muchos de los presentes conocían a Simón, el tullido… y una ola de asombro recorrió a los espectadores.

Los ojos de Elena y de Macario se encontraron. Muy despacio, el obispo se inclinó y besó el madero de la Cruz.”

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